miércoles, 17 de diciembre de 2008

Para tener un buen porte hagamos deporte

Acabo de llegar sin resuello a mi puesto de trabajo. Suelo usar la bici todo el año desde aquel afortunado 1999 en que decidí descargar parte de mis responsabilidades en las dos ruedas de caucho (me quité un gran peso de encima). Aquel año, después de ver un eclipse total de sol en la hermosa ciudad austríaca de la sal, decidí que debía retornar a mis aficiones veraniegas infantiles antes de que el fin del mundo me dejara sin mi bicicross orbea (“Orbea Furia 2”, para más detalles).

Evidentemente tal día no llegó y decidí contribuir al respeto al medio ambiente y a animar a Odón Cogorza dándole a los pedales, y ahorrándome ya de paso la suela de los zapatos (todo hay que valorar).

Pues eso, que he llegado hecho polvo al curro. En el paseo de la Concha siempre tengo el viento en contra, y eso, unido a mi exceso de peso actual, al frío invernal e infernal, al asma subyacente, y a unas zapatas mal calibradas que me iban frenando, ha hecho que mi rutinario traslado se haya convertido en un tortuoso suplicio.

Ahora más que nunca noto cuán necesario es mantener un cierto hábito “sportif” en la vida. Un mes parado es peor que un pez varado (rima facilona).

Cierto es que nunca fui un as del atletismo. En el colegio, de los 40 que éramos por clase (eran otros tiempos), fácilmente me encontraba entre los 5 últimos en todas las pruebas. Era de los que siempre se quedaban sentados encima del potro, de los que no hacían ni una sola flexión en la barra, de los que el balón medicinal casi les aplastaba el pie; en fin, de los que en el dichoso test de Cooper se agobiaban tratando aunque sea de alcanzar a un compañero de características físicas parecidas al redactor pero que siempre le ganaba por unos metros. ¡Ay, cuánta rabia contenida en un cuerpo tan pequeño!

Mientras para mis compañeros la gimnasia era una liberación, para mí era un sufrimiento.



No es que fuera un niño pasado de peso ni de posadas de paso sino más bien lo contrario, un mocoso asmático y enclenque que en ningún momento había hecho un esfuerzo más allá de correr al autobús a la hora de salir de clase.

Creo que en lo único que destaqué fue en el brilé, básicamente porque varias veces me quedé el último en el rectángulo central; mis compañeros se dedicaban a tirar los balones al resto, y yo, por mi menudez, tenía cierta facilidad para esquivarlos. Ahora entiendo cómo me libro de los marrones.

En cambio, dispararme ahora un balón sería una crueldad intolerable (soy como un blanco fijo en un banco móvil).

Mi evolución posterior ha sido realmente positiva. He hecho más ejercicio en 10 años que en los 20 anteriores y he cogido cierta forma. Aparte, el asma ya no me acecha cada invierno y puedo alcanzar el pomo de las puertas sin necesidad de chutarme con el ventolín. Eso sí, en cuanto me dejo, mi cuerpo (de jamón serrano que no serrano) se apoltrona en sus grasas tan a gustito, el muy cabrón.

Ahora llevo un mes un tanto abandonado a la bollería postindustrial (esta es una revolución que aún tenemos pendiente de acometer, camaradas) y sin embargo los análisis médicos me han dado unas tasas muy buenas de colesterol y tensión, entre otras. Así es que aún no he perdido la guerra (alguna batalla sí, sobre todo la de la talla de mis mallas de salto de vallas).

La razón de este parón actual ha sido una pequeña lesión de tendones en mi pierna derecha.

Hace más o menos un mes me vanagloriaba del circuito que me hacía día sí día no. Doy un enlace por si alguien quiere comprobarlo.




RUTA DE LOS CASI 10 KILÓMETROS

Según este mapa Googleliano me “footineaba” o “joggineaba” unos 10 kilometros en una hora.

Sin que la marca alcance la de Said Auita, por lo menos me ayuda a congraciarme con el esfuerzo físico, después de años de vaguedad absoluta. Pero un exceso de pasión me ha llevado a una sobrecarga un tanto amarga.

Aparte de ello suelo ir habitualmente a la piscina a comer metros de corcho, a mi velocidad, e intentando que mi línea de flotación siga siendo precisamente eso, una línea de flotación.

Sin embargo, y como antes he comentado, he entrado en un ciclo descendente en cuanto a ejercicio y ascendente en cuanto a peso. Los 80 kilillos me empiezan a acongojar sobremanera y en el momento del canto el diafragma se las ve y se las desea para intentar hacerse un hueco. Es como si mi cuerpo me pusiera ante esta disyuntiva: ¡o comida o aire, tú decides pequeño!

Pero según escribo estas palabras mi conciencia se está removiendo y grande será el empeño. Ahí van unas rimas consonantes sin dueño:


¡Fuera las napolitanas de chocolate
y abajo con las bombas y caracolas!,
que yo de la tierra nací para el tomate,
para la verde lechuga y escarolas.
Embotellada agua Bezoya aplaque
lo que no pueden ni mil lights coca-colas!

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