martes, 2 de febrero de 2010

MI PROBLEMA CON LOS PERROS

Los perros y yo nunca nos hemos llevado del todo bien. Me he pasado media vida (si tengo en cuenta que espero llegar a la posible nueva edad de jubilación que se está debatiendo) poniendo caras de circunstancia cuando mis amigos me presentaban a sus mejores amigos del hombre, concepto en el cual yo parecía no quedar enmarcado. Gestos zalameros, caricias en la testa perruna y silabeo del nombre del animal eran las acciones que más practicaba para no quedar mal con mis amistades. Pero era evidente que algo me retraía.

Creo que siempre me han gustado los animales pero siempre he pensado que mejor fuera de casa. Una vez me vi obligado a firmar un manifiesto para no acomodar a los cochinos en vagones de segunda en su camino al matadero. La verdad es que firmé sin un firme convencimiento, únicamente llevado por el compromiso y aprecio para con la persona que me ofreció la hoja. Siempre he pensado que los gorrinos pueden defenderse por sí solos poniendo por delante, eso sí, su imperial ley "cerdícola".

En el caso de los perros creo que todo nace de un temor infantil. Ya cuando todavía vivía en las lejanas calles de Intxaurrondo tres cosas me aterraban profundamente: la posibilidad de meterme en piscinas que superaran en profundidad la altura de mis entonces pequeños tobillos, los parques de atracciones, ... y sobre todo el perrillo del vendedor de la prensa.
Lo del agua lo he ido superando llevando a cabo un gran ejercicio de superación con el nado en solitario a la isla Santa Clara, claro. Los parques de atracciones se han quedado en un término intermedio, ni fu ni fa, aunque huyendo de los payasos de los globos.

Aquel perrillo, empero, me hizo la jugarreta de mi vida cuando tendría unos 6 añitos. Yo, todo feliciano, salía de casa con mi cartera, de esas cuadradas que tanto se estilaban antes antes de las impersonales mochilas de Nike, cuando de repente, en las escaleras que había junto a mi casa, me salió el puñetero perro ladrando. Ni corto ni perezoso me di la vuelta y me volví al portal corriendo. No sé cuánto tiempo estuve en las escaleras del portal, pero, oh lectores, os confirmo el duro trago que tuve que pasar aquella preciosa mañana.

Más adelante, y cuando empecé a tomar cuerpo, fueron los canes los que me empezaron a tomar algo de respeto. Aquel perro salchicha del parque al que alimentábamos con lacasitos pese a ser el chocolate tan malo para su hígado como el alcohol para el niño de "UP", fue una especie de experimento social animal-humano.

Empecé a probar, pero los resultados fueron un poco desastrosos. Cuando llamé la atención de un perrazo enorme ("perro caballo" le denominábamos) del genoma Scooby Doo, sólo conseguí que le pusiera las patazas delanteras encima a una de mis hermanas, que se puso a gritar algo asustada.

También recibí un tortazo de una chica por decir que su perro estaba "algo fondón", pero esa es otra historia que ahora no puedo contar.

En casa de un amigo descubrí por dos veces y con temor que su perro, además de servir casi de alfombrilla para los pies, me hacía resurgir las crisis asmáticas que creía olvidadas. Todo me picaba y mi respiración se convertía en angustiosa. ¿Alérgico al pelo de los perros o más bien ausencia de limpieza?

Uno de los sustos que más difícilmente olvidaré se produjo una noche en un trastero que tenemos en lo alto del edificio de viviendas. Habían pasado las doce, y yo estaba embobado con el ordenador y con unos cascos de música en las orejas.
De repente, y a pesar de mi música, comencé a escuchar una respiración fuerte, como de animal dormido, justo pegado a la puerta de entrada del trastero.
Como resulta que la puerta no tiene mirilla, la tensión fue a más. Yo me quería bajar para mi piso pero el miedo a ser mordido por un animal nada más salir me atenazaba por completo. Además, la respiración fuerte no cesaba y ya no sabía si era el perro de la portera, que siempre me ladra cuando subo a guardar la bicicleta, u otro perrazo que se había colado.

Finalmente se me encendió la bombilla. Llamé por el móvil a otra de mis hermanas para que subiera con el ascensor hasta el último piso que llega, el noveno, y allí me avisara por teléfono, momento en el que yo saldría corriendo y bajaría junto a ella.

Llegado el momento comprobé que lo que sonaba al otro lado de la puerta eran los ronquidos de un vecino que había elegido ese espacio de 2 metros por 1 para dormir la mona.

Mi último desencuentro con estos animales se produjo hace dos días en la iglesia. Tengo por costumbre quedarme detrás, de pie junto a la pila bautismal, para coger más perspectiva y en parte no quedarme dormido por el sermón. Cuando entré en el templo, el lado derecho de la pila ya me lo había quitado una señora y su niño. Algo desolado ocupé el lado izquierdo.

Como en el caso anterior, el niño también tenía una respiración algo fuerte, como de catarro.

Habrían pasado unos 5 minutos cuando en uno de esos giros de inspección que se hacen a la gente y sobre todo para fijarme en las chicas, me di cuenta de que lo que tenía la mujer en brazos no era un niño sino un perro.
O sea, como en el caso del trastero pero al revés.

Alucinando porque la mujer permitiera que de vez en cuando el animal pusiera el hocico encima de la pila, tomé una resolución.
En cada parte de la liturgia iba dando pequeños pasos disimulados hasta lograr que el metro de distancia entre la mujer y yo se convirtieran en unos tres. La cuestión era lograr evitar darle la mano en el momento de las paces. Lo siento, para mí animal significa suciedad.

Y como he dicho al principio, firmé una petición a favor de los cerdos pero no para la gripe porcina.

¿Y sobre los gatos?

He dicho.

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